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El Remordimiento

El Remordimiento Querida Antonia: llevo algún tiempo preguntándome dónde se marcha o en qué se convierte el remordimiento cuando nos abandona. No me refiero, claro, al remordimiento de vivir, que es ese malestar difuso que se incorpora a la existencia como una culpa original, sino al desasosiego que queda después de algunos actos u omisiones por los que uno empieza a criticarse aun antes de llevarlos a cabo. El amor está lleno de esta clase de escrúpulos: yo mismo arrastré durante algún tiempo el de haberte abandonado, o el de creer que te abandonaba, porque ahora, observando las cosas desde la distancia, o desde la memoria, empieza a parecerme que fue al revés. Qué película.
Las cosas sucedieron de este modo: Yo me había enamorado de otra mujer, y me sentía mal cada vez que llegaba a casa y tenía que fingir que entre nosotros todo continuaba igual. Algunos soportan bien esta mentira, incluso les divierte, pero a mí me hacía daño, no ya por los problemas de orden práctico a los que tenía que enfrentarme cada día para ocultar mi doble militancia amorosa, sino porque me parecía estar reproduciendo el modelo de relación sentimental que más desprecio. Me sentí moralmente obligado, pues, a tomar una decisión que no podía ser otra que confesar y marcharme, aunque desde luego muchas veces fantaseé también con la posibilidad de llegar a un acuerdo. Si os quería a las dos, y así era, por qué poner en marcha todo el dolor de una separación. Lo sé: porque no se puede tener todo y hay momentos en los que es preciso amputar un órgano para salvar el conjunto. No me di cuenta entonces de que yo era el órgano amputado y tú el conjunto. Imbécil.
Así, pues, decidí confesar. Al fin y al cabo, me decía, estas cosas no se eligen; el enamoramiento se nos impone como algo en lo que nuestra capacidad de decisión queda anulada, como si nos enamoráramos par otro. Lo digo porque yo, sinceramente, si hubiera podido elegir, no me habría enamorado, pero puesto que me había sucedido tenía que actuar. Y actué, te lo dije. En realidad, llevaba mucho tiempo diciéndotelo de mil maneras, pero tú parecías no enterarte. ¿Por qué no me preguntantes quién me había regalado aquel mechero que de repente apareció en mi existencia de fumador y con el que me relacionaba como si fuera un talismán? ¿Por qué no te sorprendió que cambiara de marca de colonia? ¿Por qué aceptaste con tanta docilidad que de súbito tuviera las semanas cargadas de comidas de trabajo? Quizá porque lo sabías todo y no estabas dispuesta a darme ninguna facilidad. El caso es que la noche en que te confesé al fin mi situación, lejos de montar una escena, que es lo mínimo que se le puede ofrecer a alguien tan sincero, actuaste con una pasividad terrorífica. Te confieso que me marché a la cama asustado, pensando que aquella ausencia de manifestaciones por tu parte era la peor de las respuestas que cabía esperar. "Se ha vuelto loca", pensé lleno de remordimientos.
Y al día siguiente, cuando me dijiste que necesitabas estar sola y que te ibas a pasar unos días a la casa que te habían dejado no sé dónde unos amigos comunes, los remordimientos se convirtieron en una obsesión agotadora. "Se va a matar", me decía, "se va a matar y yo tengo la culpa". Aquellos días que faltaste de casa me consumí hasta extremos indecibles. Una noche, al pasar frente a un espejo, me vi en él y parecía otro. Afortunadamente, cuando yo mismo estaba al borde de la locura, volviste a casa y lo primero que me sorprendió fue tu buen aspecto, que parecía mejor si lo comparaba con mis ojeras y mi delgadez. Estabas seria, claro, pero serena y razonable. Lejos de alegrarme, mi preocupación aumentó, pues -como sabes- en la serenidad y en la razón anida la locura con más frecuencia que en el desvarío. El caso es que dijiste comprender mi situación y me diste libertad para hacer lo que más me conviniera.
No esperé oírtelo decir dos veces; tenía prisa por mi propia felicidad, y bussqué en seguida un apartamento en el que cultivarla. Desde allí, vigilaba a través de terceros tu evolución, esperando que la noticia de tu hundimiento llegara de un momento a otro; sin embargo, me contaban que cada día estabas mejor. Supe también entonces que aquellos días que faltaste de casa te habías visto con el hombre con el que vives ahora y que por lo visto era un amor de juventud del que nunca me habías hablado...
En cuanto a mí, incomprensiblemente, me desenamoré en seguida de la mujer que nos había separado y empecé a tener una nostalgia insoportable de nosotros. Te lo dije, me contestaste que era tarde y no insistí por educación. Pero ahora, pasado el tiempo, he comprendido que me enamoré de la otra por educación también. O sea, que quien tenía un amante de verdad eras tú y, no sé cómo, aunque de un modo sutil, me transmitiste la necesidad de que te abandonara y yo busqué la excusa de querer a otra para dejar que fueras feliz sin remordimientos. Parece increíble, pero sé que fue así, y por eso aquel remodrdimiento del que me hice cargo sin pertenecerme se ha transformado a lo largo de este tiempo en un odio ciego, sin salida, del que espero que te llegue algo a través de esta carta. O sea, que te mueras.
"Cartas de amor" Juan José Millás.

Feliz San Valentín.

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Cuerdas nuevas -

Real...como la vida misma.
un besazo